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jueves, 20 de septiembre de 2007

Comandante, cómo cuesta llegar hasta ti

Comandante, cómo cuesta llegar hasta ti
Autor: Hugo Salvatierra

Nació libre, pero las trágicas incógnitas de la vida la convirtieron en esclava de hacienda patronal en su niñez, y en obrera durante su juventud y madurez de mujer. De todas maneras, morirá libre.

La guerra con el Paraguay hizo que el escuálido ejército boliviano enrolara entre sus filas a un muchachito chiquitano de amplia sonrisa y de jopo rojizo, que junto a cientos de otros muchachos venidos de toda la geografía boliviana se enlistaron entusiastas para defender la Patria. Tenía 17 años y mil ganas de conocer otros mundos. Derrochaba enorme vitalidad de campo y la Patria lo llamaba al sacrificio. Pese a los ruegos y llanto de su madre, no dudo en sumarse a la caravana de soldados que desde San Ignacio de Velasco tardaron dos meses para llegar a la aldeana ciudad capital de Santa Cruz.

El pueblo era una aldea pequeña de calles arenosas castigada por un sol ardiente. El entrenamiento militar era intenso urgido por la voracidad de la guerra. En las cálidas noches pueblerinas Mariano salía sin rumbo a trajinar por las calles en busca de una aventura que él mismo desconocía. En la plaza del pueblo conoció a una linda jovencita de no más de 15 años y nació con ella el romance inmaculado y sin límites de la juventud. Se amaron con intensidad como si el presente lo fuera todo y la trágica despedida una eternidad. No había guerra, solo ellos. Se prometieron fidelidad y construir juntos sus sueños juveniles. Ella juro esperarlo eternamente, y él volver sano y victorioso de la guerra.

No les dieron tiempo ni a despedirse, pues una madrugada lo subieron a un destartalado camión atestado de eufóricos soldados y lo llevaron al frente de guerra. Se fueron sin pensar en la muerte cantándole a la Patria, a sus familias, a sus amores. Volverían victoriosos. No había miedo, solo nostalgias entrañables y ganas urgentes de pelear para derrotar al enemigo y volver al regazo de la madre o de la amada.

Por qué iban a la guerra? Nadie lo sabía. Les dijeron que el Paraguay invadió la Patria y que el frente de batalla estaba en El Chaco.

No hubo despedida, besos, adioses ni cartas. La muchachita sintió que en sus entrañas latía un nuevo ser y juro esperar por siempre a su amado. Nació una niña y ella compenso sus angustias. Su guerrero volvería y serian felices por siempre. Ya no serian dos sino tres, y tal vez muchos más. El, sediento, sudoroso, quemado por el sol, con el uniforme ajado y las abarcas hechas pedazos, perdido en la maraña del bosque chaqueño disparaba su viejo fusil máuser contra el enemigo, y a cada disparo algo de él también moría. Con letra menuda y desordenada escribía cartas a su madre, a su padre, a su amada, cartas que nunca llegaron a destino. Y aunque hubieran llegado, solo ella podría descifrarlas. En sus minutos de descanso remarcaba las iniciales de su nombre en la manga derecha de su uniforme…por si acaso.

Durante el día, protegidos por la sombra de sus todos los Generales y Coroneles planificaban estratégicos asaltos a las trincheras “pilas”. Por las noches, los mismos Generales y Coroneles hacían la guerra entre borracheras y carcajadas. Los Mayores, Capitanes, Tenientes y Sargentos convivían con la tropa a la sombra de los “cupesís” o de las oscuras y frías noches chaqueñas.


Los soldados cruceños, benianos, pandinos y tarijeños, por su origen tropical o chaqueño soportaban mejor las inclemencias del clima y la aridez geografía del Chaco, formando algo así como “tropas de élite” para el combate cuerpo a cuerpo y a machete en la retaguardia de las tropas enemigas. Los soldados “collas” venidos de las comunidades altiplánicas y valles de Bolivia, con altitudes de 2.500 a 3.600 metros sobre el nivel del mar y temperaturas de 4 a 16 grados centígrados formaban la masa uniformada destinada al asalto y el combate a muerte en las trincheras paraguayas, curtidas con temperaturas sobre los 40 grados centígrados. Para los Generales y Coroneles, eso no importaba. Esa masa humana de jóvenes sedientos y harapientos, eran tan solo eso, una masa de indios uniformados con un solo deber: morir por la Patria, una Patria que nunca conocieron, que siempre los negó y que nunca se ocupo de ellos.

Tanta hambre y tanta sed, tantos cañonazos de mortero y tanta bala. El tiempo era eterno y se borraba la sonrisa. Solo quedaban la soledad y la angustia, los recuerdos y el amor lejano. Ni una sola carta de la dueña de su vida, tan solo besos imaginarios en cada amanecer.

Soñaba en volver a las noches calidas del pueblo, a estar echado en una hamaca en la acera de la vieja casa de su muchachita amada, perdido en la inocente lujuria de sus besos y en la ternura de sus ojos juveniles, acariciando su negra cabellera, para terminar hundido en el aroma a tierra húmeda de su piel morena.

La imaginaba convertida en madre de sus muchos hijos, dueña de su rancho y de sus bueyes, secando con la falda el sudor de su rostro, y cobijados por la fragancia nocturna de un guayabo, juntos buscando estrellas perdidas en un firmamento solo para ellos.

El tronar de lo cañones lo despertó de pronto. Corrió desesperado esquivando las espinas y las balas enemigas. Un fuerte golpe en el cuerpo lo transporto a una oscuridad profunda. Abrió los ojos y la vio por última vez con su radiante sonrisa, caminando hacia él sobre espumas de agua cristalina para entregarle en sus brazos el fruto hecho carne y alma de su amor. Luego se durmió para siempre.

La guerra continuaba y al cuartel militar llegaban decenas de soldados heridos. Trajinaba todos los días buscando entre la multitud de cuerpos sucios y esqueléticos a su muchachito de jopo rojizo. No, no estaba entre ellos, y la desgracia ajena alimentaba su alma de esperanzas. Era preferible que no llegara entre tantos muertos y heridos porque un día volvería bello y victorioso, corriendo hacia sus brazos envuelto en su uniforme militar y sus polainas de cuero.

La guerra, aunque se libraba lejos del pueblo, trajo pestes y epidemias. Un día tuvo fiebre y le aparecieron unas ampollas negruscas en todo el cuerpo Su madre la recostó en un cuarto oscuro para evitar los rayos del sol y lavaba su cuerpo con cáscaras de plátano verde. La fiebre no se detuvo y los sueños se trasformaron en delirio.

Vio a su muchachito correr entre el árido monte, lo vio caer despedazado y sintió un soplo de angustia en su alma. Una onda de viento la llevo hasta el y le entrego en sus brazos el fruto de su amor. Le tomo la mano, lo levanto, se fueron caminando lentamente sin decir nada, y luego se durmió junto a el para siempre.
Un día llego a la vieja casona una mujer que dijo ser la abuela de la niña.

- Es mi nieta dijo, y solo viviré si tengo el recuerdo de mi hijo muerto en la guerra.

- Yo también he perdido a mi hija, y solo tengo a mi nieta. Estoy sola y he criado a mi nieta como si fuera mi hija, le contesto la abuela materna.

- Pero yo tengo todo en San Ignacio. La niña vivirá como una reina y no le faltara nada. Por favor, no me deje volver sola. Le prometo que apenas ella crezca un poco mas se la enviare para que viva con usted.

Más de un mes llevo el entredicho y las visitas. La niña se fue con la abuela paterna al pueblito de provincia. Pasaron unos meses, y la abuela le dijo:

- Te voy a mandar con una maestra para que en su casa aprendas a leer y escribir.

En la hacienda de la maestra la niña trabajaba de sol a sol en las mismas tareas domesticas que los “mozos” de hacienda realizaban. Nunca le enseñaron a leer y escribir, y solo aprendió a obedecer y a callar. Alguna vez se escapaba un “mozo” y el patrón mandaba a una caballería de jinetes a buscarlo. Lo traían maniatado y lo tendían al suelo. El patrón ordenaba con cuantas “arrobas” de látigo de azotaba al “paico” chúcaro. Una arroba, dos arrobas, dependiendo si el camba era soberbio o necesario para las tareas de campo. No, no había que matarlo, solo guasquearlo, porque si el “mozo” moría el patrón no tenia quien trabaje para el. Era suficiente la azotaína para que el “paico” escarmiente y nunca mas se le ocurra escaparse.

Los “mozos” de hacienda no conocían salario, tan solo el trabajo en la hacienda del patrón. Les pagaban en especie y alcohol: dos camisas, un pantalón, un bloque de sal, una libra de azúcar, dos botellitas de “jumechi”. De cuando en cuando hacían las cuentas y sin saber leer ni escribir el “mozo” terminaba endeudado. Así seguía año tras año trabajando el y su familia. Cuando el patrón vendía una hacienda lo hacia con casa, potreros, ganado, “mozos” y familia incluidos. Empreñaban a sus hijas y se emparentaban con ellos nombrándolos “ahijados”, dándoles el apellido y un espacio para que construyan sus rancheríos, críen sus gallinas y cacen en el monte algo para comer, pero como el rifle era del patrón, entonces la carne mayor se iba a la mesa del patrón. En todo caso, el “mozo” de hacienda vivía agradecido con el patrón, y a cada tiempo que el cura llegaba al pueblito los bendecía como buenos hijos de Dios.

La niña se hizo mozuela y conoció un galán hijo de patrón de hacienda, que entre amagos, besos sin experiencia y promesas de amor para nunca cumplirse, despertó sorprendida con un embarazo que no entendía. Se fugo de la hacienda y se fue al pueblito a trabajar de domestica en la casa del Sub Prefecto.

Hombre sensible y de respeto en el pueblo, el Sub Prefecto la acogió en su casa familia, sin sueldo pero con comida y techo. Parió a su hijo con sus propias manos, sin partera ni utensilios. Trabajo con el hijo en los brazos y se olvido de las promesas de amor. Un día pasaron a buscarla para volverla a la hacienda, y decidió fugar ala ciudad.